Juan Manuel Vázquez
¿Hay alguien ahí?, una frase que nadie imaginó volvería a repetirse en la Ciudad de México. ¿Un 19 de septiembre, otra vez?, se escuchaba por la coincidencia terrible, casi absurda, por un temblor devastador el día que se cumplen 32 años del terremoto de 1985.
Y una vez más, escenas que parecían de archivo histórico: edificios colapsados y ejércitos de ciudadanos improvisados en brigadas de rescate, volcados a las zonas reportadas con emergencia. Todos querían ayudar. Por División del Norte, en Narvarte, los ríos de gente contrastaban: unos huían de la zona, aterrados; otros corrían para llegar adonde hiciera falta. Una familia escapaba con una silla de ruedas atiborrada de ropa todavía prendida al gancho –reflejo de la premura de la evacuación–, una pantalla, algún trasto de cocina.
Es que nuestro edificio está por caer, dicen mientras dejan atrás la zona que no se atreven a mirar atrás. Otros llevan alguna pala, cascos de bici o de construcción, desesperados por llegar adonde sean útiles.
Y en prolongación Petén y el Eje de Zapata, un edificio de cinco pisos completamente derruido, reducido a una montaña de sólo algunos metros de ruinas. Lo anuncia un barullo desde antes de aproximarse; son los gritos de la gente que ayuda, cientos de personas organizadas de manera instintiva en hileras para trasladar escombros en cubos de plástico. Muchos son jóvenes, muy jóvenes, incluso con mochilas escolares todavía a la espalda mientras se pasan los restos de la desgracia de mano en mano.
“Fueron los primeros que llegaron –dice el vigilante a unos metros del edificio colapsado–: es que como aquí adelante está el Cetis (5), vinieron luego luego y empezaron a ayudar.”
Todos hacen algo y cuentan una microhistoria.
Yo soy médico, en qué puedo ayudar, pregunta uno. Yo soy pediatra, por si se ofrece, dice otro.
Hay gente que observa destemplada enfrente de las ruinas, resguardada en una agencia automotriz donde los automóviles están cubiertos de polvo. De pronto, un grito:
¡Silencio!, piden algunos de los cuerpos de rescate mientras levantan un puño. El ademán lo replican los voluntarios emergentes. Y todos callan. Empiezan a susurrar que hay una persona viva; todos se emocionan con la voz baja.
Dicen que ya la sacaron, expresa un voluntario como si fuera un secreto, y por invitación espontánea de quien sabe quién empiezan a gritar ¡Viva México!, ¡Viva México!. Algunos rescatistas afirman que sacaron a una señora de la tercera edad. Pero nadie puede constatarlo y es suficiente para trabajar con más entusiasmo. Nadie puede saber aún sobre los sobrevivientes y las víctimas.
Un hombre llega descompuesto. Se llama Gabriel Valerio, es chofer de una tintorería que se ubicaba en la planta baja de ese edificio. No trabajaba ese día. El pánico no le permite hablar con claridad y balbucea.
Es que había al menos seis personas adentro de la tintorería: un planchador, un lavador, dos mujeres en el mostrador y la dueña y su hija en la oficina. ¿Alguien puede ayudarme?, suplica. Médicos tratan de tranquilizarlo y le sugieren que acuda al Ministerio Público a reportar a sus compañeros. Responde que no. Prefiere quedarse y pregunta cómo puede ayudar a remover escombros.
A unos metros, otro edificio sobre el Eje de Zapata, está en pie pero parece dañado. Las familias desalojadas miran su vivienda. No sé qué vamos a hacer. Perdimos todo, dice una señora sentada en la acera.
A unas calles de ahí, en Saratoga 714, un edificio de cuatro pisos parece de tres. La planta baja y el primer piso quedaron comprimidos. Aseguran que hay una persona viva. Llega una brigada de rescate y después otra y por más gritos de ¿Me escuchan?, no reciben respuesta. Los vecinos insisten en que hay una sobreviviente. Nadie puede confirmarlo en ese edificio que amenaza venirse abajo.
Afuera, Bernardo Bruce, un hombre de 67 años, vestido con bermudas y sandalias, tiene un brazo vendado y su mujer, Guadalupe Hernández, de 72, tiene la cabeza envuelta y la ropa con manchas de sangre.
Estábamos echando la hueva, dice todavía sonriendo Bernardo; ni oímos la alarma, sólo de pronto la sacudida. Salí de mi recámara al pasillo para ver a mi esposa, pero se nos vinieron encima las paredes. Sentimos como unos sentones de cómo nos hundíamos.
El edificio quedó inaccesible, cruzaron el departamento hasta un hoyo en la cocina. Ahí esperaron casi media hora; los albañiles de la construcción aledaña pusieron escaleras y empezaron a evacuarlos por los escombros.
Yo vivo ahí, en el tercer piso, que ahora es segundo, señala Bernardo: bueno, vivía, porque ya no me quedó nada.
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