miércoles, 20 de septiembre de 2017

CDMX, la nueva herida



Salvador García Soto 

Todavía estaba vivo el recuerdo, la cicatriz abierta de aquel 19 de septiembre de 1985 y justo en el mismo día, a 32 años de distancia y apenas unas horas de diferencia, el suelo se volvió a cimbrar. El crujido de los edificios que se colapsaban, el polvo que invadía el ambiente, el pavimento inestable; y en los rostros de los capitalinos una vez más la angustia, el dolor, la desesperación. Parecía que el tiempo hubiera retrocedido tres décadas y dos años atrás y otra vez la llaga abierta: una ciudad que, en cuanto se recuperaba de la sacudida, se descubría otra vez herida, lastimada, destruida en algunas de sus colonias y azorada y colapsada toda.

Primero la inquietante voz de la alerta sísmica que anticipaba el sismo, luego segundos de confusión para saber si era un nuevo simulacro como el que había ocurrido apenas un par de horas antes; luego el mareo, el vértigo y los gritos de angustia “¡Está temblando, está temblando”, y el descenso ordenado de los edificios, siguiendo instrucciones del personal de protección civil que, por más que trataban de calmar la situación no lograban evitar los ataques de pánico, las lágrimas, el miedo que explotaba en algunas personas que sentían cómo se balanceaban el piso y los edificios. Las calles, las aceras, los camellones se llenaban de gente angustiada, algunos lloraban, otros intentaban desesperadamente hablar por teléfono, saber cómo estaban la familia, los amigos, los seres queridos al otro lado de la Ciudad.

Luego el ulular de las sirenas que sonaban a tragedia. Decenas de patrullas, ambulancias, camiones del Ejército comenzaban un frenético desfile por las calles y avenidas tratando de llegar a las zonas de desastre, mientras por el aire sobrevolaban helicópteros que trataban desde arriba de ubicar los puntos de emergencia, las columnas de humo y polvo que se alzaban por el paisaje urbano, empañando la antigua región más transparente.

La información volaba a través de internet y las redes sociales; a diferencia de hace 32 años, esta vez el impacto de las noticias era casi inmediato, instantáneo: comenzábamos a ver, en videos e imágenes en tiempo real, la dolorosa tragedia. Edificios derrumbados, escuelas caídas, condominios colapsados. En cuestión de segundos, como el polvo, se esparcía por la Ciudad de México el olor a muerte y a angustia; el dolor de saber que había niños atrapados entre los escombros, que familias habían quedado atrapadas en sus departamentos derrumbados; Coapa, la del Valle, la inevitable Roma; pero también Tláhuac, Tasqueña, la Condesa, Iztapalapa, todos rumbos de la tragedia.

Pero esta vez no era sólo la Ciudad capital, era toda la Megálopolis la que se sacudía y la que vivía el dolor y el desastre. De Puebla llegaban noticias impactantes: 32 muertos, casonas y edificios derruídos en la ciudad de los ángeles; de Morelos, Cuernavaca y sus alrededores también experimentaban la fuerza sísmica que cobraba 55 vidas y desde el Edomex había noticias trágicas: 10 personas fallecidas, y en Guerrero, una. Eran las cifras de la muerte que revivían el dolor de hace 32 años; anochecía en la Ciudad de México cuando la cuenta fatal de capitalinos muertos ascendía a 97, pero se seguían removiendo los escombros en busca de más cuerpos.

Con la noche llegaba la oscuridad. La colapsada red eléctrica era sólo una consecuencia más, tampoco había transporte y ríos de personas fluían, silenciosos y dolidos, por las calles y avenidas tratando de llegar a sus casas, con sus familias, los que tenían la fortuna de tener aún una casa a donde llegar. Fueron caminatas de kilómetros, a pie, mientras caía la oscuridad; unos hablaban, otros apuraban el paso, asustados ante los rumores crecientes que pululaban por toda la Ciudad: “hay ladrones asaltando”. Al miedo del temblor, instintivo y natural, seguía ahora el miedo a la maldad de la condición humana.

Lo único que confortaba en medio de las nubes de pesadumbre que ayer inundaban el aire de por sí contaminado de la Ciudad era eso que hace 32 años emergió y tomó forma y nombre, la otra cara de la dualidad humana: la solidaridad y la bondad entre hermanos que ayer, como en el otro 19 de septiembre del 85, volvió a sentirse y a vivirse en la emergencia, como paliativo del dolor, como expresión de la esperanza y en forma de brazos que, espontáneos y nobles, se sumaban a la remoción de escombros, de llamados en redes y medios de comunicación a reunir ayuda, apoyos, enseres, manos, agua, medicamentos, transmisión de mensajes de auxilio, búsqueda de personas desaparecidas.

Era esta pues, desde la 1:15 de la tarde y hasta entrada la negritud de la noche, una ciudad dolida sí, también herida y lastimada; pero también una ciudad de pie, que se acomodaba en una parte del corazón el dolor, para sacar fuerzas de coraje, de las entrañas, del corazón, de donde viene el orgullo y la dignidad que, en momentos así nos recuerda que, si bien vulnerables y humanos, con toda nuestra maldad e imperfección, también podemos elevarnos y levantarnos desde los escombros.

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