jueves, 29 de junio de 2017

Privilegio e impunidad de las élites

JOSÉ BUENDÍA HEGEWISCH

Las minorías selectas de nuestras élites no se reputan por su ejemplo rector, sino por impunidad. Es un mal de la justicia en el país, pero beneficia, sobre todo, a círculos fuera de sanción o que pueden negociar el castigo cuando se conoce un delito que no logra esconderse. Expresión del privilegio en estamentos odiosos por comportarse con valores coloniales de mirreyes y prácticas predadoras. La ventaja exclusiva para cerrar expedientes sin denuncias, borrar nombres sin responsables, como en riñas pandilleras entre el Irlandés y el Cumbres, dos colegios de legionarios inspirados por el afán de poder y lucro, como el fundador de la organización, Marcial Maciel. Una invitación a otros para activar la violencia y reproducirla en todo nivel; ayer, un colegio privado de Monterrey y, ahora, en el americano de Puebla. ¡Se prenden alertas en la bóveda celeste!

La violencia que prevalece en México, como advirtiera el exrector de la UNAM, Juan Ramón de la Fuente, es ya un fenómeno colectivo que permea todos los niveles y proviene del crimen, pero también de otros factores, como la exención de obligaciones para unos cuantos; del odioso privilegio que afecta el derecho de terceros y subordina la ley a la discrecionalidad de las élites, y no sólo políticas. De la notoria exhibición del lujo y la notable ausencia de valores que hacen de la difusión de videos misóginos un privilegio gracioso y de actos de racismo un desplante prepotente de estereotipos clasistas que destruyen el capital social.

La violencia colectiva, de acuerdo con estándares de la OMS, es un problema de salud pública, pero las élites creen que esas pautas no la alcanzan. Son asuntos de los “malos”, de los otros, no de ellos. Creen que el privilegio le concede lugar de excepción, fuera de cuyos límites el asunto no se extiende. Si el silencio se rompe como en la reyerta Cumbres-Irlandés, el recurso es minimizar y luego justificar la bronca. Es el guión, por ejemplo, del presidente del Consejo Nacional de la Abogacía —agrupación dedicada, según sus documentos, a la construcción y fortalecimiento jurídico de las instituciones—, pero al que la riña y los lesionados serios le parecieron resultado de “una tontería, en donde, al grado de alcohol, una gente pensó que lo habían insultado en la pista”. Y, además, comprensible, porque “cuando veo que a mi hermano, a mi amigo, alguien lo golpea, pues brinca el otro y entonces se convierte en una pelea campal”. El asesor recomienda arreglarse, porque estos casos difícilmente se consignan, y otorgarse “perdón” entre partes. Aquí sí se entienden salidas resarcitorias sin el reclamo de cárcel que hay para los “otros”.

Pero el privilegio gracioso, sin atención a ningún mérito, sólo por la gracia de la superioridad, es factor de violencia en un país ampliamente afectado por la desigualdad y violación de los derechos de las personas. En la literatura académica se ha alertado sobre el estereotipo de grandes criminales en comportamientos antisociales. Pero también del papel de imágenes de éxito del privilegio y la impunidad sobre la frustración y el resentimiento de los marginados. ¿Cómo recibe un joven situado en “focos” de violencia de las zonas urbanas deprimidas la permisividad de la Justicia con los mirreyes?

Ciertamente, la OMS se refiere a la violencia colectiva cuando un grupo la emplea contra otro como instrumento de fuerza para lograr objetivos políticos, económicos o sociales. El privilegio va unido a la posesión, al ejercicio del cargo, a la impunidad y prepotencia en la calle y, por ello, es una de las formas de violencia cada día más molesta en el país. Pero una condición para reducirla, paradójicamente, es atacar privilegios con instituciones parejas y garantías para todos del Estado de derecho. Y, justo en ese punto, son nuestras élites las menos interesadas en perder sus fueros para cambiar las cosas.

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