viernes, 8 de febrero de 2019

Lo sueños de militarización de la cuarta transformación.

Rodolfo Franco Franco

El debate sobre la guardia nacional parece un mal sueño, una pesadilla, y para tratar de salir de ella se debe asumir que Andrés Manuel López Obrador sufre de la misma ingenuidad que aquejó a Francisco I. Madero. 
 
Trato de imaginar que, así como Madero, el actual presidente de la República no advierte los riesgos de movilizar a los militares que, con órdenes civiles o sin ellas, pasaron por alto el huachicoleo y el tráfico de drogas en el país. 
 
Si el presidente se atreve a decir que Fitch es hipócrita por guardar silencio frente al saqueo de PEMEX, por lo menos debería calificar de ineptos —cuando no corruptos— a los militares; incapaces de defender instalaciones estratégicas de seguridad nacional del Estado mexicano. Madero pensó, en su momento, que podría ganarse la lealtad del mismo Ejército federal que combatió y, por ello, desbandó al Ejército Libertador que había derrocado a Porfirio Díaz. 
 
El resultado fue un golpe de Estado y la dictadura militar de Victoriano Huerta. La apuesta militarista actual de la autodenominada cuarta transformación encierra los mismos riesgos que persiguieron a Madero y que han dado al traste con otras democracias en la región y el mundo. Pero asumir ingenuidad implica pasar de una pesadilla horrible a una realidad brutal, y exonerar por ignorancia a los artífices de esta decisión.
Ilustración: Patricio Betteo
Convencerse de que todo esto es un acto inconsciente es un reflejo de supervivencia porque la alternativa es aterradora. Suponer lo contrario significaría reconocer que el presidente de México ha decidido poner en manos del ala armada del viejo régimen el poder para mantener el orden a su gusto —el de los militares. 
 
Lo que implicaría que el presidente ha venido a hacer el trabajo más sucio de todos, tapar a los caciques que se han ido y a su brazo armado. Si la decisión es consciente, esto también implicaría (de facto) que AMLO está construyendo un ejército capaz de resistir el control civil o suplantarlo en el momento que ellos lo decidan. 
 
Esto porque las relaciones cívico-militares están siempre dominadas por una paradoja fundamental: los ejércitos son la última línea de defensa de los gobiernos, pero son también el único elemento interno que puede sustituirles en un sólo movimiento de ajedrez. 
 
El mando civil y las restricciones de participación política a los militares son un ejercicio de prudencia política ahí donde la sombra de la dictadura, militar o de partido, amenazan las libertades. En lenguaje militar AMLO está entregando —esperemos que sin saberlo— la plaza pública a los militares.

Puede ser inconciencia, ingenuidad o espiritismo, pero la esperanza de que esto sea un juicio irracional del presidente, una pulsión, abre la puerta a pensar que la reflexión es posible. 
 
Algo que está claro es que AMLO organiza su mundo a partir de una fe ciega en la buena voluntad del pueblo y, francamente, espero que no esté equivocado, así podría escuchar los reclamos de buena fe que se hacen en contra de la guardia nacional. 
 
Este necesario optimismo se tiñe de dudas cuando un presidente que conoce tanto de historia, como él mismo señala, interpreta el pasado contemporáneo de México de forma maniquea. Si el mundo se dividiera en buenos y malos, como AMLO lo divide, hubiese bastado que Huerta no fuera traidor para que la Revolución se consolidara con Madero. 
 
Asombrosamente, para el presidente nada tendría que ver el error táctico de Madero en no reemplazar al Ejército federal con su Ejército Libertador para asegurarse la lealtad de las fuerzas armadas. 
 
Tomando en cuenta que, dadas sus capacidades, las fuerzas armadas en el México actual no asumen el poder porque no quieren (o son ‘leales’) darles aún más poder es un desatino político. Sobre todo, si fueron estas mismas fuerzas armadas las que ayudaron a construir el orden político que AMLO ha combatido los últimos treinta años.

Lo más espeluznante de conceder que esto es un ejercicio consciente del presidente de la República y no un efecto de inconsciencia o ignorancia, es reconocer que las puertas de la democracia abren los caminos del poder a quienes desprecian la vida en sociedades abiertas y plurales. 
 
También sería muy desconcertante advertir que el presidente de la República trata de mantener al país militarizado a pesar de los terribles efectos de esa política. Efectos que pueden verificarse en números de violaciones a derechos humanos, ejecuciones extrajudiciales, tortura y desapariciones forzadas cometidas por militares. 
 
Finalmente, si esto es un acto racional y calculado, la cuarta transformación estaría alineando las fichas para que la vida política en México gire en torno a las capacidades, necesidades, virtudes y lealtad del ejército. Sin preocuparse por la arbitrariedad histórica que despliegan los militares en sus actividades y la ausencia de mecanismos institucionales o políticos para poner límites a estas arbitrariedades y abusos. 
 
Es escalofriante pensar que el poder político que AMLO atesora es uno sin restricciones y fundado en las armas; y no el poder democrático limitado por los derechos de las personas y las instituciones.

El debate actual sobre la reforma constitucional parece llevarnos por un camino de argumentos legales que afirman o niegan la constitucionalidad de que los militares hagan tareas de seguridad pública. 
 
La preocupación legal es que en la constitución se otorguen poderes a los militares que les blinden frente a la rendiciónde cuentas y sanciones respecto a violaciones de derechos humanos que han cometido y cometerán en el futuro. 
 
El contenido del debate legal es importante, pero también genera focos de preocupación una vez cerrado y decidido. Éste podría ser el principio de una clausura paulatina del espacio público para denunciar, resistir políticamente y visibilizar las violaciones a derechos humanos. Es decir, que deje de ser legítimo (útil) levantar la voz en contra de los militares. 
 
Hasta hoy, por lo menos, denunciar estas violaciones ha sido aceptable, pero ¿qué pasará cuando desde la Constitución los militares gocen de todos los fueros y privilegios que les garanticen impunidad?

La pesadilla parece localizarse en el futuro, y sus signos en el presente apenas se manifiesta cuando nos esforzamos por pensar sobre las consecuencias de lo que está sucediendo más allá de la jerga legal.
 
 ¿Alguien se ha imaginado qué pasara si esta apuesta no funciona? 
 
¿Cómo se habrán de recortar los privilegios a los militares, y en qué circunstancias los militares accederían a renunciar a estos privilegios? 
 
El lenguaje de la emergencia nacional o la necesidad, que utiliza la cuarta transformación para justificar este cambio legal, es sumamente peligroso. 
 
En la imaginación humana, y en la historia misma, estos discursos de necesidad han sido los pilares de la distopia y las armas con las que se ha deshumanizado, desaparecido, mutilado y asesinado a millones de personas. 
 
La necesidad histórica de los regímenes socialistas o las necesidades de seguridad nacional de las dictaduras del cono sur, son ejemplos de cómo la necesidad y la excepción pueden justificarlo absolutamente todo.

En nuestra América Latina, el discurso de la necesidad y la seguridad nacional ha abierto las puertas a las dictaduras militares más ruines. 
 
Pero la lógica de la necesidad no es endémica a las Américas, desde Alemania en 1933, con la Ley Habilitante, las medidas excepcionales y el recurso a la administración organizada de la violencia, han estado al servicio del quebranto a la libertad. 
 
Las dictaduras militares o las dictaduras de clase, siempre pidieron sacrificios temporales de libertades y derechos para hacerlos realidad en otro momento, para otra generación, y siempre legitimaron estas medidas en sus leyes.
 
El problema es que la necesidad no conoce límites y esta retórica de la excepción suele extenderse en el tiempo, el espacio y la vida de las personas para normalizar prácticas como la supervisión y vigilancia desproporcionadas del gobierno en la vida de los ciudadanos, o limitar y decidir sobre la naturaleza de las publicaciones y producciones culturales que se pueden difundir, por ejemplo.

Las consecuencias y peligros de los discursos de excepción y necesidad de la cuarta transformación difícilmente pueden condensarse en argumentos legales y sería un riesgo no nombrar los riesgos más amplios. 
 
Si el presidente no es ingenuo, como lo fue Madero, estamos ante una apuesta de transformación de México hacia una sociedad que dependerá de la buena fortuna y voluntad de un solo hombre al mando de unas corporaciones militares que son más poderosas y capaces que cualquier otra institución en México, incluida la presidencia de la República. 
 
Algo más: estas corporaciones militares comenzarán a tener intereses creados en asuntos económicos y políticos que usualmente eran prerrogativa de las instituciones civiles, la administración aeronáutica, la construcción, el transporte de combustible y la seguridad pública. 
 
Una vez ungidos con todo el poder, ¿quién hará que los militares se replieguen cuando no se les necesite más? La pesadilla no se esfuma con el artilugio de imaginar un presidente ingenuo. 
 
Al contrario, a cada vuelta de tuerca queda más claro que el camino de la militarización tendrá las mismas consecuencias si el presidente no advierte los riesgos de esta jugada o si, por el contrario, ha calculado cada movimiento. En cualquiera de los dos escenarios la preponderancia del ejército en la vida de los ciudadanos será cada vez más visible. 
 
La única diferencia es que un presidente que no ha decidido y pensado su estrategia puede aún recapacitar y escuchar opiniones. 
 
Por el contrario, si ya todo está pensado y planeado no existe salida de esta pesadilla. Un presidente ingenuo podría escuchar y recapacitar, cuestionar cómo sus apuestas y decisiones representan riesgos políticos para su propia idea de la transformación de México. 
 
El problema de Madero nunca fue sólo su ingenuidad, sino el carácter mesiánico de su misión y las voces que guiaban su destino, Madero nunca fue dueño de sí mismo. 
 
Ojalá AMLO escuche más voces que las órdenes de los generales. En estos tiempos de transformación, AMLO debería recordar al buen Artemio Cruz diciendo que las revoluciones —transformación en este caso— las hacen hombres de carne y hueso, no santos y que todas terminan creando una nueva casta dominante. 
 
La pregunta que podría hacerse el presidente, para despertarnos a todos de esta pesadilla, es si esa nueva casta dominante en México será el ejército, como en tiempos prerevolucionarios.
 
Nexos

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