En esta zona de Oaxaca cada cuatro días hay una asesinada sin que el gobierno local lo considere feminicidio, según el refugio China Yodo; muchas víctimas llegaron aquí para salvar la vida y ahora acuden a rehabilitación.
Especiales Milenio/Reportaje
LILIANA PADILLA
Rosa Vázquez vivió 20 años con un hombre que se cansó de decirle de todas las formas que no solo no la quería, que la odiaba. Lo hizo con palabras y actos violentos: golpes, amenazas y hasta relaciones sexuales sin su consentimiento.
Tuvieron que pasar dos décadas para que Rosa dejara su casa y encontrara un refugio temporal en el que pasó cuatro meses. Ahí aprendió que lo que vivió tenía que terminar por su bien y el de su pequeña de cuatro años. Su historia es una de las 600 mujeres oaxaqueñas que han logrado tener una vida libre de violencia, frente a los 600 feminicidios que acumula el estado en los últimos ocho años.
“Una vez estaba lastimada por los mismos golpes de él y una noche llegó y me dijo que quería tener relaciones sexuales y le dije que no podía, que estaba lastimada y él me dijo que yo era una mañosa y me decía palabras obscenas y se subió encima de mí y me violó”, recuerda Rosa, quien regresa de visita al refugio. Recuerda que ahí perdió el miedo y recuperó las ganas de vivir, sola, alejada de la violencia de su pareja.
Sin una alerta de género ni programas estatales que ayuden a las miles de mujeres que padecen la violencia en sus hogares, un refugio alberga las esperanzas de quienes lo pisan.
El trabajo que se realiza en el refugio regional China Yodo, cuya cara visible es el Centro de Atención y Apoyo a la Mujer Istmeña, que se encuentra en Juchitán, permite que madres con sus hijos puedan ponerse a salvo de sus esposos o familiares agresores.
Pasan hasta cuatro meses, si lo desean, bajo resguardo, para evitar poner en riesgo nuevamente sus vidas.
Así lo hizo la señora Merit, quien estuvo a punto de morir quemada cuando su ex esposo le lanzó gasolina al cuerpo para prenderle fuego. Antes, en varias ocasiones, intentó ahorcarla o acuchillarla.
En medio de un proceso civil para divorciarse, Rolando Antonio Luis, su ex marido, rondó por varios días el refugio y la escuela de sus hijas. Después, en un acto de desesperación, recurrió a una estación de radio comunitaria, desde cuyos micrófonos denunció que su esposa e hijas estaban secuestradas en ese lugar y en el diálogo con el conductor, ambos justificaron la violencia y los golpes, al considerarlo “natural” en un matrimonio.
Merit recuerda la anécdota y se ríe. Mientras su marido aseguraba que en el interior de ese sitio no comían y eran explotadas laboralmente, la mujer de no más de 45 años asegura que nunca se ha sentido más tranquila que estando ahí dentro, lejos del hombre que la vejó por tantos años.
Rogelia González, la fundadora del refugio, asegura que en el Istmo y en general en Oaxaca “pareciera que la vida de las mujeres no vale nada”, pues según las estadísticas, cada cuatro días una mujer es asesinada sin que el gobierno local lo considere un feminicidio.
A su vez, la directora del refugio, Beleguí López, asegura que para una mujer que sufre violencia ese sitio es la diferencia entre morir o vivir, y recuerda que hace algunos meses llegaron al lugar dos pequeños que se quedaron huérfanos porque su papá mató a golpes a su madre. Ellos no tenían con quién quedarse y pasaron un tiempo tras los muros del refugio, vigilados las 24 horas con cámaras y elementos de seguridad para evitar que alguno de los victimarios quiera seguir haciendo daño a alguna de las personas que se encuentran ahí dentro.
Pese a la labor que hace el refugio, los recursos son escasos y para colmo, el sismo del 7 de septiembre provocó daños al inmueble. El muro de una de las nueve recámaras que se usan como casas temporales se cayó y la falta de dinero ha hecho que las reparaciones sean lentas.
La Secretaría de Salud del gobierno federal, a través del Centro Nacional de Equidad de Género, entrega recursos económicos al refugio previo concurso.
Sin embargo, el dinero cubre gastos solo para ocho meses, los gastos del resto se deben costear a través de donaciones y el trabajo voluntario de psicólogas, médicos y todo el personal que ahí labora; y es que el gasto por cada una de las 50 familias que llegan al año al albergue es de entre 70 y 80 mil pesos.
Sin embargo, el esfuerzo se ve recompensado cuando gente como Rosa o Merit agradecen el cobijo que recibieron.
Sentada en una banca en el patio del refugio, Rosa vuelve a sonreír y recuerda con nostalgia el tiempo que pasó ahí dentro. Antes de llegar pensaba que su vida no valía nada y quería suicidarse, pero con el paso del tiempo recuperó lo más valioso que tiene hoy: su tranquilidad.
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