El insólito encuentro AMLO-Peña Nieto en Palacio Nacional. Foto: Presidencia |
ARTURO RODRÍGUEZ GARCÍA
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Asunto de personalidad, agenda y expectativa ciudadana. El interés que despierta el más leve gesto, comentario o posicionamiento público del presidente electo Andrés Manuel López Obrador, tiene como consecuencia un registro extraordinario anulatorio del largo historial de agravios pendientes que poco a poco, siendo presente, parecen asumirse como pasado.
El fenómeno no es privativo de esta coyuntura ni imputable a López Obrador que, muy en lo suyo y aun con cierto desenfreno, va delineando en anuncios, definiciones y posicionamientos, lo que será su gobierno. Ya en el 2012 –que el 2006 tuvo en el reclamo de fraude y el movimiento social oaxaqueño otras características—se ha observado cómo la agenda pública cambia con miras hacia el futuro.
Una vez obtenida la constancia de mayoría, aun con protestas y denuncias de fraude electoral, la expectativa sobre lo que haría Enrique Peña Nieto eliminó la atención sobre el período de violencia detonado en el sexenio de Felipe Calderón. Y aunque la violencia no terminó y la cantidad de víctimas nutrió la estadística, al menos hasta 2014 la visibilidad sobre lo que ocurría en el país fue quedando en el olvido.
Si el sexenio de Calderón quedó marcado por el desbordamiento de la violencia, el de Peña Nieto, que sigue acumulando más víctimas que su antecesor, quedó marcado por la corrupción, el uso del aparato de Estado con fines político-electorales, tanto en el manejo de recursos públicos como en el uso faccioso del aparato de justicia.
Antes y durante la campaña presidencial, por ejemplo, hubo información contundente sobre desvíos de miles de millones de pesos, operados por el gabinete social, por los que no hubo explicación suficiente. Los claros indicios de desfalco (documentados, entre otros, en las ediciones 2156 y 2164 de Proceso) suman decenas de miles de millones que desde la última semana de junio fueron olvidados.
La corrupción, sin duda leitmotiv del proceso electoral, incluye otro ejemplo también del año corriente como en el caso de Ricardo Anaya, que se concatena con el uso faccioso del aparato de justicia.
Anaya, cuya reaparición pública el sábado parece un intento de consolidar el liderazgo de oposición al próximo gobierno que anunció la admisión de su derrota, empieza a limpiar la mácula de las imputaciones por enriquecimiento inexplicable y lavado de dinero, que plantea dos opciones: el excandidato panista incurrió en delitos, o bien, el gobierno de Peña Nieto usó a la Procuraduría General de la República para perjudicarlo en campaña. Una u otra alternativa implica sanción a él o a los responsables de la manipulación, pero lo que hay es previsible impunidad.
No es todo. Transitamos por el proceso electoral más violento de la historia reciente. Más de un centenar de políticos de todos los partidos fueron asesinados y sometidos a violencias personales y familiares, sin que las motivaciones quedaran resueltas, los responsables procesados.
Se equivocan pues, quienes afirman que López Obrador no pude ser cuestionado porque aun no asume la Presidencia. Su oferta y discurso de perdón y reconciliación, como todo anuncio, son de interés y escrutinio público. Pero tienen razón en que Peña Nieto aun es presidente y que, en estos casos como en un interminable registro de agravios, hay responsabilidades que a su gestión atañen y no pueden ni deben quedar en un limbo transicional.
Revista Proceso
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