Francisco Báez Rodríguez
El plan de austeridad que ha dibujado Andrés Manuel López Obrador para su gobierno tiene elementos que se entienden por la historia reciente del país y otros que parten de prejuicios o que no tienen pies ni cabeza.
Se entiende, en primer lugar, la reducción del boato y los excesos que presumen todavía los altos funcionarios públicos. Esas prácticas —que resultan más desagradables cuando la política económica es de constantes apreturas al cinturón— fueron una de las causas del divorcio entre la clase política y la sociedad mexicana.
También se entiende, pero tendría que haber habido —esperamos— un análisis serio en vez de una serie de ocurrencias, la compactación previsible de subsecretarías. De hecho, éstas se multiplicaron como la maleza en las últimas décadas. El quid es que esta compactación no resulte en un tramo excesivo de control para los encargados, sino que atienda a una racionalidad básica de la administración pública. Ya vimos lo que pasó con Gobernación cuando asumió, este sexenio, un sinnúmero de tareas. Eso mismo debe evitarse, en el siguiente nivel. Quién sabe si lo hayan pensado.
Otro tema es la reducción de plazas de confianza en el servicio público. Se trata de un asunto de cirugía, que requiere análisis. Por lo tanto, debe hacerse con bisturí y no a hachazos, como parece. Hay áreas de la administración pública que no pueden funcionar correctamente sin esas plazas; hay otras en las que los sobrantes son muchos.
Detrás de las decisiones existe un prejuicio sobre el comportamiento de los servidores públicos que queda evidenciado con la sugerencia de que laboren las ocho horas diarias y también los sábados. Supone que hay muchos aviadores que nada más pasan a cobrar, luego de ir al bar a emborracharse. Sucede en realidad que estos trabajadores son quienes mantienen en funcionamiento al gobierno, que están mucho tiempo en el trabajo, no ganan tantísimo y que la mayoría hace su trabajo con honestidad y vocación.
Quien ha trabajado en el servicio público en los puestos llamados “de confianza” sabe que una semana de 48 horas es algo ligerito, para la mayoría. La norma es de más de 50. A veces son horas-nalga; a veces, de un tremendo frenesí laboral. Lo cierto es que si uno quiere tener tiempo libre, es mejor el sector privado y la academia es casi el paraíso.
En otras palabras, la baja productividad del sector público en ocasiones resulta del exceso de personal de base y, más a menudo, de problemas organizacionales y de traslape de responsabilidades. Una correcta ingeniería del gasto debería pasar primero por esto y después por las tijeras (nunca por el hacha desplegada).
El ahorro en la cuenta corriente del gobierno federal no puede hacerse aplicando un lecho de Procusto a los salarios, sino atendiendo la calificación de los trabajadores y la pertinencia de sus tareas. De otra forma, existe el riesgo grave de que quienes lleguen no lo hagan por capacidad, sino por amiguismo, por lealtad política, con los consiguientes efectos negativos sobre la calidad del servicio.
En esas condiciones, hay que tener más cuidado con los contratos de servicios que con cualquier otra cosa. Luego resulta que todo el personal contratado no puede hacer determinada tarea y se recurre a terceros especializados. Es allí, cuando el gobierno subcontrata, donde la puerca suele torcer el rabo: los ahorros se convierten en gastos extra, a menudo acompañados de decisiones opacas.
Y si de ahorrar se trata, habría que pensar dos, tres, muchas veces la idea de mover las dependencias federales a distintas ciudades del país. Cada cambio requerirá inversiones ingentes: desde la liquidación del personal que no quiera trasladarse por razones familiares, hasta la generación de infraestructura mínima para recibir a los que lleguen. A como está planteado, resultará más cara la mudanza que cualquier ahorro a través de recortes salariales, de personal y de otro tipo.
La austeridad gubernamental no está reñida con la vocación social. El gobierno que más gasta no siempre es el que lo hace de mejor manera, y menos lo puede hacer si no tiene los ingresos suficientes, como es el caso (y lo seguirá siendo, dada cuenta de que no hay en el horizonte una nueva propuesta fiscal). Pero un gobierno tiene que gastar —y, sobre todo, invertir— lo suficiente para no acabar afectando el mercado interno. Ahí tenemos el ejemplo de Miguel de la Madrid para recordárnoslo.
La austeridad gubernamental tampoco puede estar reñida con la eficacia. Hay que saber dónde cortar, dónde compactar, dónde evitar que los ahorros sean contraproducentes. Los primeros mensajes que manda López Obrador no parecen tomar en cuenta esto último.
Hay distintas maneras para que un obeso baje de peso. Una consiste en mejorar la dieta y hacer el ejercicio adecuado. También puede hacerse un bypass gástrico. Otra posible es someterse a una liposucción, de la que sale debilitado. También, claro está, al obeso se le pueden cortar brazos y piernas, y la báscula dirá que bajó unos kilos.
¿Por cuál de las opciones se está inclinando el equipo de López Obrador?
Twitter: @franciscobaezr
Crónica
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