Imagen presentada por el director de Pemex, Octavio Romero Oropeza, durante la conferencia de esta mañana |
Iván Restrepo
Cuando el 27 de diciembre pasado, en plenas vacaciones, el Presidente de la República anunció el combate al robo de gasolina, él y sus colaboradores más cercanos no midieron suficientemente el efecto que ocasionaría en el país. Se trataba de acabar con un negocio en apogeo durante los sexenios de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña y le ha costado a la nación más de 60 mil millones de pesos. Nada fácil enfrentar a una sólida estructura criminal conformada por funcionarios de Petróleos Mexicanos (Pemex), elementos del sindicato de dicha empresa, dueños de gasolineras, funcionarios, empresarios, el c á rtel Jalisco Nueva generació n , Los Zetas... Sin faltar integrantes de la fuerza pública.
De regreso de las vacaciones escolares, los efectos del combate al delito conocido como huachicoleo, se sintieron especialmente en Ciudad de México y las entidades vecinas, además de Jalisco, Michoacán, Querétaro, Guanajuato y Puebla. No había gasolina suficiente para cubrir la demanda, que aumentó por la campaña dirigida fundamentalmente a minar la figura presidencial. Representantes de los partidos políticos que gobernaron hasta el pasado primero de diciembre intentaron convertirse en abanderados de la inconformidad ciudadana. A ello se sumó el cierre de ductos para abastecer a las entidades del centro del país y el lamentable desempeño de quienes encabezaban el combate al robo de gasolina y debían asegurar que no faltara el energético: el director de Pemex, Octavio Romero, ingeniero agrónomo ajeno hasta su designación a todo lo referente a los hidrocarburos, y la secretaria de Energía, Rocío Nahle. El primero se convirtió en esfinge por su silencio. Y la segunda, en plena crisis se interesó más por expresar sus emociones sobre un partido de futbol, mientras crecía el desabasto. Para ella, el retraso en surtir los expendios de gasolina sólo existía en la región del Bajío y con una nueva metodologíapara entregar el combustible evitaría que se lo robaran.
El presidente Amdrés Manuel López Obrador tuvo que salir a resolver las fallas de sus colaboradores al detallar en sus citas matutinas con los reporteros los pormenores del saqueo de un bien de la Nación y anunciar la movilización de las fuerzas armadas para vigilar los ductos y la salida ilegal de gasolina desde las instalaciones de Pemex. Además, pedir la comprensión ciudadana por los problemas que ocasionaba el desabasto. La respuesta de la sociedad fue muy positiva. Ejemplar, en algunos casos. Y esto en buena parte al conocer hasta qué grado la corrupción se había adueñado de Pemex y la distribución de hidrocarburos. Por ejemplo, el general León Trauwitz, que cuidó la seguridad de Peña Nieto cuando gobernaba el estado de México, al convertirse en presidente le encargó la salvaguarda estratégicade la paraestatal. Hizo lo contrario: participar en el saqueo.
La última semana ha sido pródiga en datos sobre los integrantes de la red criminal: detención de decenas de implicados, cientos de expedientes de las autoridades hacendarias contra gasolineras, empresarios, políticos y funcionarios. Apenas el inicio de una vasta operación de limpieza que debe terminar con la consignación de los peces gordos, no sólo con los huachicoleros de a pie, que siguen activos.
Si el inicio de la campaña contra el robo de hidrocarburos fue fallida por la incompetencia de quienes debían de llevarla a buen término, la tragedia de Hidalgo muestra la difícil tarea pendiente a fin de terminar con un negocio millonario y amplias ramificaciones en el sector público y privado. Baste citar que en dos días de la semana pasada, en Hidalgo hubo seis fugas de gasolina por tomas clandestinas, a pesar de que el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea vigilan los principales ductos.
El huachicoleo es un delito. También sustento de miles de familias pobres, un problema social que se dejó crecer. Apenas ahora los funcionarios lo reconocen. Urge resolverlo con programas económicos efectivos. Agrego que, por obvias razones, debe garantizarse la seguridad del Presidente de la República. Aunque él se niegue a aceptarlo por su forma de ser. Se trata de un asunto de Estado.
Cuando el 27 de diciembre pasado, en plenas vacaciones, el Presidente de la República anunció el combate al robo de gasolina, él y sus colaboradores más cercanos no midieron suficientemente el efecto que ocasionaría en el país. Se trataba de acabar con un negocio en apogeo durante los sexenios de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña y le ha costado a la nación más de 60 mil millones de pesos. Nada fácil enfrentar a una sólida estructura criminal conformada por funcionarios de Petróleos Mexicanos (Pemex), elementos del sindicato de dicha empresa, dueños de gasolineras, funcionarios, empresarios, el c á rtel Jalisco Nueva generació n , Los Zetas... Sin faltar integrantes de la fuerza pública.
De regreso de las vacaciones escolares, los efectos del combate al delito conocido como huachicoleo, se sintieron especialmente en Ciudad de México y las entidades vecinas, además de Jalisco, Michoacán, Querétaro, Guanajuato y Puebla. No había gasolina suficiente para cubrir la demanda, que aumentó por la campaña dirigida fundamentalmente a minar la figura presidencial. Representantes de los partidos políticos que gobernaron hasta el pasado primero de diciembre intentaron convertirse en abanderados de la inconformidad ciudadana. A ello se sumó el cierre de ductos para abastecer a las entidades del centro del país y el lamentable desempeño de quienes encabezaban el combate al robo de gasolina y debían asegurar que no faltara el energético: el director de Pemex, Octavio Romero, ingeniero agrónomo ajeno hasta su designación a todo lo referente a los hidrocarburos, y la secretaria de Energía, Rocío Nahle. El primero se convirtió en esfinge por su silencio. Y la segunda, en plena crisis se interesó más por expresar sus emociones sobre un partido de futbol, mientras crecía el desabasto. Para ella, el retraso en surtir los expendios de gasolina sólo existía en la región del Bajío y con una nueva metodologíapara entregar el combustible evitaría que se lo robaran.
El presidente Amdrés Manuel López Obrador tuvo que salir a resolver las fallas de sus colaboradores al detallar en sus citas matutinas con los reporteros los pormenores del saqueo de un bien de la Nación y anunciar la movilización de las fuerzas armadas para vigilar los ductos y la salida ilegal de gasolina desde las instalaciones de Pemex. Además, pedir la comprensión ciudadana por los problemas que ocasionaba el desabasto. La respuesta de la sociedad fue muy positiva. Ejemplar, en algunos casos. Y esto en buena parte al conocer hasta qué grado la corrupción se había adueñado de Pemex y la distribución de hidrocarburos. Por ejemplo, el general León Trauwitz, que cuidó la seguridad de Peña Nieto cuando gobernaba el estado de México, al convertirse en presidente le encargó la salvaguarda estratégicade la paraestatal. Hizo lo contrario: participar en el saqueo.
La última semana ha sido pródiga en datos sobre los integrantes de la red criminal: detención de decenas de implicados, cientos de expedientes de las autoridades hacendarias contra gasolineras, empresarios, políticos y funcionarios. Apenas el inicio de una vasta operación de limpieza que debe terminar con la consignación de los peces gordos, no sólo con los huachicoleros de a pie, que siguen activos.
Si el inicio de la campaña contra el robo de hidrocarburos fue fallida por la incompetencia de quienes debían de llevarla a buen término, la tragedia de Hidalgo muestra la difícil tarea pendiente a fin de terminar con un negocio millonario y amplias ramificaciones en el sector público y privado. Baste citar que en dos días de la semana pasada, en Hidalgo hubo seis fugas de gasolina por tomas clandestinas, a pesar de que el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea vigilan los principales ductos.
El huachicoleo es un delito. También sustento de miles de familias pobres, un problema social que se dejó crecer. Apenas ahora los funcionarios lo reconocen. Urge resolverlo con programas económicos efectivos. Agrego que, por obvias razones, debe garantizarse la seguridad del Presidente de la República. Aunque él se niegue a aceptarlo por su forma de ser. Se trata de un asunto de Estado.
La Jornada
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