lunes, 4 de septiembre de 2017

El truco de magia del PRI

León Krauze

Para un ciudadano con convicción democrática, el PRI está intentando un acto de ilusionismo político: pretende que la elección del 2018 no se solvente desde la discusión de los abusos y errores del partido durante la presidencia de Enrique Peña Nieto. A falta de una explicación convincente para estos seis años de corrupción, conflictos de interés e impunidad, el PRI quiere borrar, con una suerte de decreto narrativo, el pasado reciente. Al hacerlo, falta a una de las normas elementales de la salud democrática: en campaña, el partido en el poder que busca refrendar su mandato debe asumir sus errores y tratar de explicar sus decisiones. Si lo consigue, obtiene una nueva oportunidad; si fracasa, lo que merece es una patada en el trasero. Suponer que los desaciertos pueden hacerse a un lado (como conejo de vuelta a la chistera) es un acto de suprema desvergüenza.

En el 2012, el PAN actuó de una manera similar, y perdió. Asumió que el tema central de la elección de aquel año serían los costos de la guerra contra el crimen organizado que desatara Felipe Calderón. Acción Nacional enfrentó, entonces, una disyuntiva: nominar un candidato que se atreviera a explicar el polémico, doloroso y complejo legado del calderonismo o apostar por alguien que se presentara como “diferente”. El partido optó por lo segundo. Josefina Vázquez Mota nunca se atrevió a encarar de frente las críticas al gobierno calderonista y trató de vender una discrepancia que, a todas luces, era artificial o, al menos, insuficiente. El electorado mexicano no le creyó ni una palabra y el PAN perdió, merecidamente, el poder. Fue un acto de justicia política pero también una muestra de salud democrática. En la política, como en la vida, uno debe pagar lo que rompe.

El PRI pretende no pagar lo que rompió. Puede darle dividendos políticos pero el ciudadano con convicción democrática no lo apoyará. El truco sigue dos posibles caminos. El primero pretende que el PRI no es el mayor protagonista de la corrupción mexicana. Lo cual, histórica y empíricamente, es mentira. Obviamente, no todos los funcionarios del PRI son corruptos pero el corrupto mayor es el PRI. Todos, nos dicen los priistas (con ese tonito de orador de los cincuenta) son igualmente culpables, todos tienen cola que les pisen; en México, pues, nadie se salva. Es una estrategia aviesa y marrullera. Si todos son corruptos entonces la corrupción es normal y lo normal rara vez merece discusión. ¿Qué caso tiene rasgarnos las vestiduras por algo tan arraigado en la identidad que compartimos todos, no solo los priistas? Esto, claro está, es una falacia. Hay corrupción en todos los partidos, pero no todos los políticos son corruptos ni todos los partidos tienen como modus operandi la protección mafiosa de sus conquistas y sus clientelas que son características del PRI. No todos los partidos son el PRI, aunque el PRI pretenda hacernos creer que así es.

La otra apuesta del ilusionismo priista es elegir a un candidato que, por arte de magia, se deslinde del legado del partido y, crucialmente, de sus pecados recientes. La estrategia dio en el blanco en el Estado de México, donde Alfredo Del Mazo, heredero múltiple del Grupo Atlacomulco, logró convencer a un número suficiente de electores de que él, a diferencia de buena parte de su linaje, no merecía cargar con la responsabilidad histórica del PRI. 

El truco de Del Mazo dio tal resultado que el PRI busca ahora replicarlo en la batalla grande.
Ya Enrique Ochoa, con su habitual elocuencia, ha comenzado a insistir que al 2018 llegará “un nuevo PRI”, alejado de los escándalos del sexenio y convencido de su proyecto de gobierno. Con el mismo fin comienzan a sonar los nombres de posibles candidatos presidenciales supuestamente alejados del círculo peñanietista, Por eso Meade, el suave outsider-insider por excelencia; por eso Narro, el supuesto adalid de izquierda; por eso Nuño, ese miembro consumado del círculo íntimo del peñanietismo que, con tremenda astucia, ha logrado fingir distancia. Cualquiera de ellos pretenderá ser abanderado del PRI sin representar al priismo: un malabarismo democráticamente inadmisible.

Dependerá del electorado mexicano, y de los candidatos de oposición, revelar esta puesta en escena. El año que viene, el candidato del PRI deberá comparecer frente a los votantes mexicanos con todo el bagaje que su partido ha acumulado en los últimos años. Tendrá que explicar los conflictos de interés y sus atropellos, y responder tanto por los gobernadores detenidos como por los perseguidos, además de por los servidores públicos sospechosos de millonaria corrupción. No podrá más que presentarse a debatir con todo el peso del escudo tricolor a la espalda, asumiendo como suya la historia del priismo en todas sus formas y tiempos. El priista que pretenda suceder a Enrique Peña Nieto no debería poder escapar del peñanietismo. Consentirlo sería permitir un engaño tóxico para la democracia mexicana y, curiosamente, dañino para el propio PRI, al que tanta falta le hace un examen de conciencia que comience con el juicio informado de los votantes mexicanos.

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